Nadie creyó la advertencia de los científicos respecto a que un nuevo virus llegaría a la humanidad en cualquier momento. Nunca creyeron que un ser microscópico había aguardado dormido por eones; esperando paciente al huésped perfecto que le daría vida para reclamar la tierra.
Cuando los noticiaros dieron la noticia del primer caso, nunca acabaron las bromas en las redes respecto a los zombis, incluso las televisoras aprovecharon el momento para hacer dinero con las películas relacionadas al tema. Y el único libro cercano a lo que está viviendo la humanidad, antes era la broma del día… Ahora es el manual de supervivencia.
El virus viajó de persona a persona, como un colibrí buscando la flor perfecta para alimentarse. Pronto vimos las fronteras cerrarse tardíamente y, con cada vida perdida humana, nació el desespero y la demanda de una cura. Los científicos fueron obligados a crear una que funcionó; sin embargo, no muchos lograron obtenerla. No muchos cuerpos la aceptaron bien.
Mi familia fue parte de la lista trágica, cuyos cuerpos rechazaron la cura. Los perdí en cuestión de días.
Dada la situación en la que vivo, su muerte temprana fue una bendición porque no me hubiera gustado verlos deambulando sin saber qué desea el virus que tiene el mando de su salvajismo.
Cuerpos putrefactos que ya ni siquiera resemblaban al ser que fue feliz alguna vez.
Logré escapar, pero a un gran precio.
Han pasado cinco años de eso. Largos años que he sobrevivido huyendo en cuanto me siento cómoda en un lugar.
Debería cuidarme de los «zombis», pero en realidad es de la humanidad misma de quien me escondo.
Soy el paciente «milagroso». Humano contagiado que me ha mordido, se ha curado por solo unos segundos para morir en paz. Lo único que importa para ellos ya.
El rumor de mi existencia llegó a los poco científicos que quedaron. En esos días de caos, lograron atraparme y experimentaron conmigo como si fuese una rata de laboratorio. Experimenté el dolor, la soledad y el desprecio de aquellos que pregonaban que querían ayudar a la humanidad, cuando en realidad solo querían salvarse a sí mismos.
Pero la maldad no siempre aniquila a la bondad, y uno de ellos se compadeció de mí y me sacó de ese recinto.
Durante la huida, la compasión se convirtió en amor y formamos una familia inmune al virus. Nadie sabe de ellos.
Aun me persiguen; por eso tomé la decisión más difícil de mi vida: abandonarlos para salvarlos. Pero empiezo a preguntarme hasta cuando podré hacerlo, porque ahora cada vez que soy mordida y veo la sangre escurriendo de en mi cuerpo, los recuerdos empiezan a ser vagos: Las caricias de mi esposo, el rostro inocente de mi hijo, la risa de amigas que siempre fueron leales a mí. Poco a poco empiezo a perder el control de mi humanidad.
El salvajismo de este virus desea al fin encerrar mi conciencia hasta matarla esta vez.
¿Cuándo será el día en que pierda todo al fin?